«Me quiero morir.» Eso es lo que pensé cuando me marché. Cuando
cogí el avión, hace apenas dos años. Quería acabar con todo. Sí, un
simple accidente era lo mejor. Para que nadie tuviera la culpa, para
que yo no tuviera que avergonzarme, para que nadie buscara un porqué...
Recuerdo que el avión se movió durante todo el viaje. Había
una tormenta y todos estaban tensos y asustados. Yo no. Yo era el
único que sonreía. Cuando estás mal, cuando lo ves todo negro,
cuando no tienes futuro, cuando no tienes nada que perder, cuando...
cada instante es un peso enorme, insostenible. Y resoplas todo
el tiempo. Y querrías liberarte como sea. De cualquier forma. De la
más simple, de la más cobarde, sin dejar de nuevo para mañana este
pensamiento: «Ella no está.» Ya no está. Y entonces, simplemente,
querrías no estar tampoco tú. Desaparecer. Paf. Sin demasiados problemas,
sin molestar. Sin que nadie tenga que decir: «Oh, ¿te has enterado?
Sí, precisamente él... No sabes cómo ha sido...» Sí, ese tipo
contará tu final, lleno de quién sabe cuáles y cuántos detalles, se inventará
algo absurdo, como si te conociera de siempre, como si sólo
él hubiera sabido realmente cuáles eran tus problemas. Es extraño...
Si quizá ni siquiera has tenido tiempo de entenderlos tú. Y ya no podrás
hacer nada contra ese gigantesco boca-oreja. Qué palo. Tu memoria
será víctima de un imbécil cualquiera y tú no podrás hacer
nada por remediarlo. Sí, ese día hubieras querido encontrar a uno de
esos magos: colocan un pañuelo sobre una paloma recién aparecida
y, paf, de repente ya no está. Ya no está y basta. Y tú sales satisfecho
del espectáculo. Quizá hayas visto bailarinas un poco más gordas de
lo debido, hayas estado sentado en una de esas sillas antiguas, algo
rígidas, en una sala ubicada en el mejor de los casos en un sótano
cualquiera. Sí, también olía a moho y a humedad. Pero una cosa es
cierta: no te preguntarás nunca adónde ha ido a parar la paloma. En
cambio, nosotros no podemos desaparecer tan fácilmente. Ha pasado
el tiempo. Dos años. Y ahora saboreo una cerveza. Y acordándome
de cuánto me hubiera gustado ser esa paloma, sonrío y me siento
un poco avergonzado.
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